Ensayo sobre la domesticación tecnológica y el espejismo del progreso
“El poder de un programa no se mide por lo que permite hacer, sino por lo que impide comprender.”
—Richard Stallman
Prólogo — El espejismo del progreso
Cuando Microsoft lanzó Windows 11, la noticia no fue un nuevo sistema operativo, sino una lista de exclusiones.
Procesadores “no certificados”, placas sin TPM 2.0, BIOS antiguas: de pronto, millones de computadoras —que la semana anterior funcionaban sin fallos— quedaron oficialmente obsoletas.
El argumento: seguridad.
La realidad: control.
Durante décadas, los usuarios de PC habían creído que sus máquinas les pertenecían. Bastaba encenderlas, instalar un sistema, decidir qué corría dentro. Pero ahora, el fabricante decide qué hardware “merece” seguir vivo. La actualización se volvió excomunión.
Y así, bajo la máscara del progreso, comenzó la era de la domesticación tecnológica.
I. La libertad como accidente histórico
Hubo un tiempo en que las computadoras eran personales de verdad.
El estándar IBM-PC de los 80 trajo algo revolucionario: arquitectura abierta.
Cualquiera podía ensamblar su máquina, experimentar con tarjetas, arrancar desde un disquete y construir un sistema propio.
Microsoft prosperó en ese ecosistema precisamente porque no lo controlaba: su DOS podía correr en cualquier cosa que obedeciera a un 8086.
Fue un tiempo extraño, un accidente histórico donde el mercado necesitó la libertad para expandirse.
La informática era una frontera salvaje, no un jardín amurallado.
El poder residía en la diversidad del hardware, y el usuario era un explorador, no un cliente cautivo.
Hoy, ese espíritu está archivado junto a las disqueteras de 5¼.
El PC sigue ahí, pero su alma cambió de dueño.
II. La ingeniería de la dependencia
Richard Stallman lo advirtió antes de que la mayoría entendiera lo que significaba “privativo”:
“Ellos enseñarán a usar sus programas, pero no a controlarlos.”
Microsoft comprendió muy pronto que el control no se impone: se enseña.
Fue a las escuelas, instaló Windows y Office “gratis”, convirtió sus nombres en sinónimos de alfabetización.
Así nacieron generaciones de usuarios que no aprendieron informática, sino ofimática.
El sistema operativo ya no era un medio de pensamiento, sino un formulario para rellenar.
Cuando esos alumnos se gradúan y llegan al trabajo, descubren que lo gratuito terminó:
licencias, cuentas, nubes, suscripciones.
La educación gratuita fue la primera dosis de dependencia.
Lo llamamos ecosistema, pero es otra cosa: una jaula con aire acondicionado.
III. Seguridad o servidumbre
El TPM 2.0, el Secure Boot, las CPUs “verificadas”: todos presentados como avances en seguridad.
Pero lo que se protege no es el usuario: es el modelo de negocio.
Un chip TPM no impide el malware, pero sí impide que instales un sistema no autorizado.
El Secure Boot no evita un virus, pero evita que arranques desde un disco libre.
Y la lista blanca de procesadores garantiza que, cuando cambies de hardware, también cambies de licencia.
El discurso de la ciberseguridad se volvió el nuevo Dios ex machina de la obediencia digital.
Las cadenas se llaman firmware firmado.
IV. El consumidor perfecto
Mientras tanto, el usuario moderno dejó de preguntarse qué corre dentro de su máquina.
Ya no instala, suscribe.
No guarda, sincroniza.
No compra software: compra acceso.
El sistema operativo es hoy la puerta de entrada al banco, a la nube, a la identidad digital.
El nuevo ciudadano no busca libertad informática; busca que su tarjeta de crédito funcione.
El viejo ideal del “programa que me pertenece” se transformó en “servicio que me alquilan”.
Y cada clic en Aceptar términos y condiciones es un pequeño acto de rendición voluntaria.
V. Las grietas del sistema
Aun así, no todo está perdido.
En algún lugar, alguien instala Linux en un PC sin TPM y sonríe al ver el prompt parpadear.
No porque necesite otro sistema operativo, sino porque recupera el derecho a decidir.
Linux, BSD, los movimientos de hardware libre, el derecho a reparar: todos son, en el fondo, manifestaciones de la misma idea antigua —la que fundó el PC—:
que el conocimiento debe ser legible, que las herramientas deben servir a quien las usa, no a quien las vende.
Cada línea de código abierta, cada BIOS reflasheada, cada sistema que arranca sin permiso corporativo es un recordatorio: la libertad tecnológica aún respira.
Epílogo — El retorno de la chispa eléctrica
Se dice en broma que para correr Windows 11 se necesita un CPU con SSE4.2, 4 GB de RAM, TPM 2.0, Secure Boot, cuenta Microsoft, conexión a Internet…
y que para correr Linux solo hace falta electricidad.
Tal vez por eso Linux incomoda tanto: porque su único requisito es el más universal y el menos lucrativo.
Mientras haya corriente, habrá posibilidad de encender una máquina que aún nos obedezca.
Y cuando esa chispa se apague —cuando ya no haya interruptores que encender sin autorización—, sabremos que el progreso nos ha convertido en espectadores de nuestras propias herramientas.
Hasta entonces, cada bit libre es una resistencia silenciosa,
y cada arranque sin permiso, un pequeño regreso a casa.